Relato ganador del Concurso de Relatos de Alzheimer AFAGA 2015

“La vida es una sucesión de instantes. No es más feliz el que más acumula,
sino el que ha disfrutado plenamente de cada uno de ellos”

 

Era el primer día de la primavera. Este año, el clima había sido obediente con el calendario y, coincidiendo con la llegada de la estación, había empezado a hacer buen tiempo. El termómetro marcaba unos agradables 18 grados, y los parques y jardines ya tenían el colorido y la exuberancia propia de la estación.

Me encantaba esta época del año. La expresión en el rostro de la gente cambiaba y todo el mundo estaba de mejor humor. Parecía como si durante todo el año la gente estuviera entrenando en sus casas distintas formas de estar más alegres y ahora las pusieran todas en práctica.

Además, era también la época en la que me sentía más inspirado. Quizás porque siempre me gustó escribir sobre emociones positivas, pero lo cierto es que en estos meses acumulaba la mayor cantidad de instantes. Y es que eso era lo que me consideraba, un coleccionista de instantes; no un escritor como me llamaban mis amigos.

Disfrutaba yendo al parque que tenía enfrente de mi casa. Allí me sentaba en mi banco favorito, abría mi cuaderno y empezaba a escribir. Desde el banco tenía una posición privilegiada. Estaba en la mitad de un paseo cubierto de olmos a ambos lados. Al final del paseo había un estanque con una fuente ornamental y el sonido del agua llegaba hasta el banco en el que me encontraba. Allí, me dedicaba a mirar la frondosidad de los olmos meciéndose con la suave brisa que llegaba, y lo intentaba plasmar en mi cuaderno. Sin duda, ese era uno de mis instantes favoritos.

Hoy el lugar tenía más ajetreo que de costumbre, quizás porque era sábado. Había bastantes niños montando en bicicleta y otros comenzaban a jugar un partido de fútbol en la explanada que había frente al estanque.

Justo enfrente del banco había un parque con juegos infantiles. Adultos de todas las edades conversaban apaciblemente mientras los niños montaban en los columpios. Mientras mi mirada recorría el parque, me detuve en una señora cuya expresión me llamó poderosamente la atención. Estaba sola, sentada en otro banco y su expresión era de pena. Tenía los ojos hundidos y su mirada se encontraba vagando por algún lugar desconocido. Contrastaba notablemente dentro de aquel ambiente alegre.

Desvié mi mirada por unos minutos para volver a la arboleda pero algo dentro de mí me obligaba a mirarle nuevamente. Cuando lo hice, allí seguía sola con la misma expresión perdida.

Empecé a pensar en acercarme a ella. Todavía no sabía qué le diría pero intuía que algo se me ocurriría. Cuando me disponía a levantarme del banco vi como una hermosa niña rubia se bajó del columpio y corrió hacia el banco. La mirada de la mujer se transformó inmediatamente y, tras dar un beso a la niña, se levantó del banco.

Al instante empezaron a caminar en mi dirección hasta que llegaron a mi banco. Para mi sorpresa, la niña se sentó a mi lado y me tomó de la mano mientras la mujer, tocándome el hombro, con una suave voz me dijo:

—Papá, cierra el cuaderno que nos tenemos que ir.

Antes de levantarme del banco, eché una última mirada a la arboleda y me recreé observando como una bandada de pájaros llegaron para posarse suavemente en los olmos. Escribí ese último instante y, tras ojear mi cuaderno, observé que ya lo había escrito anteriormente en varias ocasiones. Después, me levanté del banco y caminé hacia el estanque con mi hija y con mi nieta.